Sin pena, ni mentiras.
Enrique Peña Nieto estaba sentado, de piernas cruzadas. El rostro
adusto. Los ojos hundidos. Sonríe, a fuerzas; como si dos hilos le colgaran de
las mejillas y fueran jalados por algún ente invisible para levantarle los
labios y disimular concordancia. A su lado, el Rector de la UIA, José Morales Orozco, observa calmo
el devenir de la confrontación. Frente a él, un mar de pancartas. Un océano de
dialéctica. No le querían. Lo sabía. Puños vociferantes, escondidos entre la maraña de
cabezas y cartones pintarrajeados, claman por una justificación, casi 6 años
después, del Caso Atenco. Otros, los
menos, pero no tanto, acallan el escrutinio con ‘odas’ al ‘presidente’ que ‘se
ve y se siente’. Una olla express. Entre palabra y pausa hay murmullos. Cada
cuanto un grito. Y cada corpus es interrumpido. Le demandan ‘cómos’. Toda voz
que se oiga es silenciada casi unánimente. “Respeta”, reclaman de mala gana
voces que provienen de cualquier lado. Cartelones, preguntas, micrófonos,
cámaras, copetes plastificados, algunos salpicados de pintura roja, chamarras
enrojecidas; jaloneos. Un perpetuo empellón verbal. Palabras como escupitajos.
Cuán impredecible la vida es cuando no existe guión alguno al cual seguir. El guión está hecho trozos.
Son las
9:00 de la mañana. Un camión de la
Policía de Toluca transita sobre la calle Prolongación Vasco de Quiroga, y se estaciona frente a la Puerta 10
de la Universidad Iberoamericana. No dista mucho de la estructura de un camión
de pasajeros, está pintado de azul y vivos en blanco. Se abren las puertas.
Bajan varias personas, una por una. Rápido, dando brinquitos de un escalón al
otro. Sale el último. Son 30, 35 acaso. Se reunen en grupos. Se quedan parados
de frente a la puerta, pero aún no entran. Como si estuvieran esperando a
alguien, o una orden para hacer algo. Sólo ven a los alumnos que sacan sus
credenciales, las muestran a los guardias, y entran a la Universidad.
Cuchichean. Siguen esperando. Se sientan en las jardineras de cemento. Cruzan los
brazos. Esperan.
Una fila
no muy larga sale de la puerta del Auditorio
Sánchez Villaseñor, curvea las macetas encuadradas por las bancas de
níquel, y termina cerca de la Explanada Central. A cada minuto que transcurría,
la fila doblaba su extensión del minuto anterior. Integrantes de COPSA (Consejo de todas las Sociedades
de Alumnos de la Universidad Iberoamericana) exigían que los formados mostraran
sus credenciales de alumnos o ex-alumnos de la Ibero, y les repartían boletos
para entrar a la ‘conferencia del candidato’, aunque esto ‘no era garantía de
poder entrar’. Delante de mí habían no más de 50 estudiantes. La espera fue
breve. En tan sólo 10 minutos, el Auditorio abrió la boca, y de un bocado se
engulló a la hilera. Por si las dudas llevaba un libro, por aquellito de las
demoras perennes, y el minutero que avanza, incontenible, y lento, en espera de
alguien o algo que, tal vez, no valga la pena. 5 páginas y pa’ dentro. No
recuerdo lo que leí.
“¿Qué
tiene dentro de su mochila?”, me cuestiona un miembro de seguridad. “Mi cámara,
solamente”. “Ah, pase”. Justo antes de entrar al Auditorio se había montado un
‘cordón de seguridad’. Guardias que cacheaban aleatoriamente a los que deseaban
entrar, como antes de entrar a un concierto o un estadio. Una mesa donde las
mujeres debían poner encima sus bolsas, para que éstas fueran manoseadas y
revisadas; como en los aeropuertos. Sólo faltó la máquina de Rayos X.
50
estudiantes delante de mí. Al Auditorio el caben 500. Cuando entré, la mitad de las sillas ya estaban ocupadas. Como
un acto de ilusionismo. Desconocía las nuevas tácticas del acarreo político,
aquella tierna y dinosáurica tradición mexicana, la cual ha arraigado los más
flamantes y ciclópeos números mágicos entre su repertorio de repugnantes tácticas.
Sabrá Dios (o la magia, o algún politiquillo infiltrado en la organización del
magmánimo evento) lo que haya sido. “Aplicaron el relleno de urnas, la argucia
electorera predilecta de unos que otros, a escala humana. Les salió”. En
efecto, habían invitados del candidato ‘fuera de lista’, algo que, según
Reforma, malhumoró a los guardias de la Ibero. Pero no eran todos los que ya
estaban sentados antes de que los estudiantes entraran. Habían,
aproximadamente, 40 espacios reservados para los alumnos egresados que lo
hubieran requerido con días de antelación. Afuera, las sillas de plástico
naranja, solitarias. Aguardaban la batalla. Muchos alumnos que tenían planeado
estar en la conferencia, y que por simple inferencia estadística cabían en el
Auditorio, no pudieron entrar. Sus asientos ya habían sido ocupados.
Fotógrafos
que pulían sus lentes. Camarógrafos que libran épicas escaramuzas con monstruos
de tres pies y mil cables como brazos. Reporteros que empuñan sus plumas. Las
cámaras están sobre una pequeña tarima al fondo del Auditorio, de espaldas a la
puerta principal, de frente al estrado, y detrás del público. Todos están
‘acreditados’; portan en el pecho dos calcomanías rectangulares, una de fondo
rojo que dice ‘PRENSA’ en letras
blancas; la otra es un recorte a escala de la imagen oficial de campaña, el
‘Enrique’ dentro de un rectángulo rojo, y el ‘Peña Nieto’ en verde y rojo,
acomodado a la derecha del nombre. De primera impresión parecía que todos
pertenecían al equipo de prensa de Peña. Conforme la hora de la conferencia se
acercaba, y más reporteros y camarógrafos llegaban al Auditorio, todos portaban
los mismos distintivos. Incluso si en sus chalecos estaba bordado el nombre y
logo de sus respectivos medios. ‘Quieren controlar a toda la prensa’, mencionó
un alumno en la víspera. Al menos, la finta sirvió.
Al cabo de
20 minutos después de que entré, al Auditorio no le cabe una aguja. Hay
sobrecupo. Los que no alcanzaron lugar se arrinconan o se pegan a la pared para
dejar libres los pasillos laterales. Los reporteros se agazapan los unos contra
los otros, y siguen luchando contra la maraña de cables regados por doquier. El
‘status quo’ impuesto. Un grupo de jóvenes está en primera fila. No son muchos;
a lo más 10. Hombres y mujeres. Me son conocidos algunos, compartí salón de
clases en la secundaria con un par. No están sentados. Son, de hecho, los
únicos que están en pie en todo el Auditorio. Chacotean. El sonido de sus manos
como misiles chocando, y palmadas en la espalda como golpeteos para desatorar
del cogote un pedazo de comida; son saludos fragorosos. Mueven la cabeza, para
delante y para atrás, en rítmico vaivén, como si la noche del antro se hubiera
extendido a la mañana iberiana. Vestidos de rojo; o camisas, o chamarras, o
suéteres. Rojos tenían que ser. Sus carteles los dejaban reposar en las sillas,
como soldado que acuesta y acaricia su arma antes del combate, para que la
pólvora se asiente; como quien afila su florete antes del duelo, aviado por las
chispas, que de no ser controladas podían devenir en fuego. Los carteles decían
#CONTIGO HASTA LOS PINOS en una
cara, y en la opuesta una ‘@’ que cubría casi todo el frente, de fondo rojizo
(qué si no), por encima de la palabra “ectivismo”.
Comenzó pronto el barullo. Un alumno que el Diario Refoma identificó como
Fernando Esquivel, ubicado a la mitad del foro en la columna de la derecha de
frente al estrado, levantó sus brazos por todo lo alto; sus manos sostenían un
cartel verde que decía: “Ni un aplauso a este asesino”. Lo mostró al frente, como
para enseñárselo a los ‘ectivistas’ que aguardaban impacientes a su candidato
en primera fila. Aplausos. Vítores. No todos. Algunos callaron, y sólo
observaron. En tanto, aparecieron más ‘ectivistas’, dispersos entre la
audiencia. Uno por aquí. Dos por allá. Y algún otro por ‘acullá’. Jóvenes.
Adolescentes. Adultos maduros. Regados, eso sí, por todo el cuadrante. Como
impulsados por un rayo, se pararon. Desenvainaron las espadas. Aferraban
poderosos sus carteles rojos de doble cara. Furibundos. Bramaban. Subían, y
apenas bajaban sus consignas, vehementes, fugaces. Cada vez que la volvían a
estirar por todo lo alto de sus extremidades erguidas su grito era más
vigoroso. Enterraban sus dedos arqueados en los carteles. Un furioso “Peña Presidente”, estruendoso,
repiqueteó las paredes. Y el abucheo. La guerra. La olla express ya estaba
expuesta al fuego.
Peña Nieto
había desistido de visitar la Ibero en dos ocasiones. En marzo de 2011, en el
marco del Foro Mi Visión de México 2020,
el entonces gobernador del Estado de México no contestó la solicitud enviada
por el Departamento de Comunicación Institucional y COPSA para tomar parte del
evento, que consistía en un maratón de conferencias oficiadas por políticos de
calibre y atendidas por estudiantes, en aras de fortalecer el diálogo
democrático a poco más de 1 año de distancia de las elecciones presidenciales. Santiago Creel (entonces Senador por el
PAN), Manlio Fabio Beltrones
(entonces Presidente del Senado), y Josefina
Vázquez Mota (entonces Secretaria de Desarrollo Social), accedieron a la
invitación. La segunda ocasión que Peña Nieto optó por agendar para otra
ocasión su visita a la Ibero fue en el presente curso, para coronar el proyecto
Buen Ciudadano Ibero, impulsado
desde las altas instancias de la Universidad y replicado por los Departamentos
Académicos, el cual pretende como fin primordial inculcar a la ‘Comunidad
Ibero’ a que participe activamente en el proceso electoral, enarbolar la
cultura ciudadana y civil, informada y crítica, combatir el nepotismo y la
desgana. Gabriel Quadri y Andrés Manuel López Obrador ya habían
suscrito al ejercicio. La presencia de Josefina Vázquez Mota, que estaba
confirmada para el martes 9 de mayo, quedó cancelada en la semana, y acomodada
hasta un mes después. Peña Nieto se había negado a concurrir. La fecha original
de su presentación era el jueves 26 de abril. “Miedo a salirse de su burbuja”, “Temor ante los espacios no
controlados”,
replicaban los medios. Desde su desaire literario en Guadalajara a principios
de diciembre de 2011, Peña Nieto se recluyó en mítines sigilosamente ideados y
condicionados para la parafernalia tricolor, y platós debidamente iluminados.
No más. Debía enfrentar a su némesis; la sociedad informada, crítica, y sin
predilección alguna por determinado signo político.
Las
paredes del Auditorio parecen ser golpeadas por afuera. Los reporteros, y uno
que otro estudiante con cámara en mano, salen corriendo para ver qué pasa. El
resto del público dentro del Auditorio sólo voltea a ver. Se escuchan gritos
por fuera. Una alumna, sentada frente a mí saca su celular de una de las bolsas
de su pantalón. Lo ve, y le comenta a una compañera suya, quien está sentada
frente a ella, que ‘se agarraron a golpes afuera. Hay unas señoras que vienen
de Cuajimalpa, manifestándose, y no las dejan entrar’. Ninguna mirada se mueve
de la entrada principal. Los ‘ectivistas’ han guardado su carteles. Las puertas
se abren. Un revoltijo de hombres, en ronda, caminan sin ver por dónde van.
Rodean a alguien. Los fotógrafos se arremolinan en torno al contingente. Entra
uno, y con él otros tantos. Llovían ‘flashes’ de las cámaras. En medio de
todos, un hombre sonriente, de corbata roja, de vivos blancos, y verdes; traje
impoluto, oscuro. La cabellera relamida, densamente engominada. No muy alto,
incluso enclenque. Los fotógrafos que le rodean y los miembros de su equipo de
seguridad son más altos que él. Hay que subirse a las sillas para verlo. Saluda
al techo. A las paredes. A uno que otro estudiante. La guerra de voces se
vuelve a activar. El ‘BUUUUU’
retumbante hace temblar las paredes, y titiritar los tímpanos, pero las
pancartas de los ‘ectivistas’ son muy grandes, muy rojas, muy visibles, muy
escandalosas sin gritar tanto. Peña
Nieto se detiene a saludar a un hombre, de edad avanzada, que estaba
sentado a orillas del pasillo por el que iba pasando. Le pide a quienes lo
siguen que lo esperen. Se toman del hombro. Charlan unos segundos. Se conocen,
parece. Se despiden. Sigue caminando, entre bipolaridad titánica. Los aplausos
y vitoreos son tan rotundos como los abucheos. Saluda a varios de los que están
sentados en la primera fila de la columna de la izquierda del Auditorio. Pedro Joaquín Coldwell, Presidente del PRI,
está entre ellos. No recuerdo haberlo visto cuando entró. La plana mayor del
priismo está ahí. Sigue caminando. Sube al estrado por una escalera ubicada a
la extrema izquierda del auditorio. Sigue saludando a la nada. Sigue sonriendo.
El cabello le brilla, es tan negro y la luz le pega de frente que, si se le ve
de reojo, parece blanco. El Rector de la Ibero lo acompaña, casi inadvertido de
las miradas. Peña Nieto saluda a los acompañantes del Rector. Se sientan. Se
llama al silencio, a la tolerancia, a la compresión, a escuchar, con la
condición de dejarse escuchar. La olla express ha sido aparatada del fuego.
Eran las 10:17. Llegó tarde. Una voz de hombre se quejó: ‘¡Era a las 10!’
Aplausos. Peña ni se inmutó.
Y ahí
estaba, sonriente. De piernas cruzadas. Cómodo. Y ahí estábamos. Algunos
cabreados, pero contenidos. Otros admirados. Nadie indiferente. Peña Nieto se
paró de su asiento. Camina hacia el estrado. Por ahora todo en guión. La luz le
favorece. El Auditorio está callado. Las mantas embadurnadas de pintura roja
como sangre están guardadas. Está a salvo. Por el momento. Habla. Saluda y
agradece la oportunidad de intercambiar puntos de vista con los estudiantes de
la Universidad Iberoamericana. ‘Vengo a saldar una deuda con ustedes’. Mientras
habla, los ‘ectivistas’ se ponen sus copetitos de plástico mafufo en la cabeza.
Se peinan, despeinándose. Silencio absoluto. ‘Podrán algunos estar de acuerdo o
no’, dice, ‘espero, aunque sea un poco, poderles convencer. Y, si no, tampoco
pasará nada.’ No pasará nada. (¿?).
Peña trastabillea poco; su error más común es cambiar el género de artículos o
sustantivos: ‘el responsabilidad’. No dice nada nuevo. Habla de democracia; del
latinobarómetro que nos invitó a revisar. De Estado eficaz. De economía. Fanfarroneó,
cada que pudo, de sus 608 compromisos cumplidos durante su gestión
gubernamental. De datos
muy conocidos. No diferencia mucho su retórica de la que había presentado una
hora antes durante el programa de radio de Cármen Aristegui. Recicla los mismos datos que mencionó allí. Optó por dedicar 20
minutos a hablar de su “proyecto de nación”, para privilegiar, sorpresivamente,
el diálogo con los alumnos. Retórica. “Encantador de serpientes”. Habló mucho,
dijo poco. Escueto. Terminó. Los aplausos fueron calmos. Fue la mitad del
Auditorio la que aplaudió. El resto se quedó de brazos cruzados. Peña Nieto
regresó a su lugar. En el silencio sepulcral, de quienes veían con ahínco, sin
pestañear, cada paso que daba el candidato, esperando, tal vez, a que
tropezara, un alumno cercano a mí gritó: “¡ahora en inglés!”. Risas. Una mujer,
ofuscada espetó: ‘oye, respeta, por favor’. Se instaló el silencio.
Sesión de preguntas y respuestas. Pasara lo que pasara, iba a ser noticia. Los
medios harían eco. La dinámica era sencilla, y democrática. Antes de iniciar el
evento, los organizadores repartieron fichas al público, quienes debían anotar
su nombre en una parte, partirla a la mitad, y regresar aquel pedazo con su
nombre escrito, el cual sería arrojado a una tómbola. Se revolvían. Cuando
llegara el momento de hacer las preguntas, uno de los organizadores daría
vuelta a la tómbola, y sacaría, aleatoriamente, los nombres ‘ganadores’. El
premio, la oportunidad de preguntarle cualquier cosa al candidato. Cualquier
cosa.
Tenía
lista mi pregunta. Mi nombre nunca salió. Sí los de 14 estudiantes, (uno pasó
dos veces; aunque a la segunda su participación fue cancelada. Su primera
pregunta, de todas formas, resultó inofesiva). Le cuestionaron sobre el modelo
económico que planeaba implementar. Ofreció elevar la cobertura de educación
universitaria del 30 al 45 %. Y que
la política educativa del país corresponde sólo al Estado. Y que serán 4.2
millones más de alumnos de primaria con acceso a Internet. Muchos ‘qués’. Sin
‘cómos’. Al fondo, un joven le increpó por ello: “¿Pero cómo lo vas a hacer?”,
exclamó, en tono demandante, álgido. Fue silenciado. “Shhhh”. “No lo callen”,
rezongó la alumna sentada frente a mí. Le preguntaron sobre cómo dismunir la
dependencia de la economía mexicana de la estadounidense. Otra alumna,
inconforme con la respuesta retórica, voceó indignada: “No te preguntaron eso”.
Shhhhhh. Fueron las mismas bocas fruncidas, los mismos dientes juntos, quienes
la callaron. “Ash, qué no callen a la gente. Déjenlos hablar”, volvió a
quejarse mi respondona vecina de lugar. “No interrumpan. Respeten. ¡Qué
educación!”, alegó la misma joven que demandó respeto minutos antes, después de
que Peña había terminado su exposición. Varios de mis vecinos de lugar la
voltearon a ver. Apenas devolvieron su mirada al frente, al candidato, la
muchacha, bravucona, volvió a encarar a los ‘irrespetuosos’: “¿Qué me ven?
¿Algún problema?”. Luego, entre dientes murmuró: “pendejos”. Y a cada gruñido,
cada palabra fuera de tiempo, y ‘permiso’, cada segundo, el aire se enrarecía.
La olla volvía a ser expuesta al fuego, ahora más intenso.
Peña Nieto
fue interrumpido dos veces durante la sesión de preguntas y respuestas. Una alumna le preguntó sobre cuáles le parecían
los sindicatos más poderosos: Peña respondió: ‘el de maestros, el de los
petroleros, y el de la CFE’. Aplausos. Algunos se levantaron, aplaudieron con
más vehemencia. Como si hubiera declarado la independencia de un país, o dicho
alguna maravilla. Hay a quienes le sorprendía la capacidad de Peña Nieto de
construir una oración con sujeto, verbo y predicado, sin ayuda de
tele-prompters y/o ‘chícharos’. Tal vez eso era lo que aplaudían. En medio del
intercambio, un alumno se paró, y le dio la espalda al candidato; cruzó los
brazos y miró a la puerta de salida, serio, sereno. Aplausos. ‘Respeta’, le
refunfuñaban algunos. ‘¡Qué payaso!’. El gesto duró poco más de un minuto. Peña
Nieto dejó de hablar repentinamente cuando vio la protesta, y el sonido de los
aplausos sepultó su voz. Cuando el alumno se sentó, el candidato priista retomó
su respuesta. Concluyó. Nueva ronda de respuestas. El nombre de José Miguel Barberena fue anunciado.
Gritos. Ovación. ‘Qué suerte que le tocó a él’, mencionó una joven sonriente,
parada en el pasillo de la extrema izquierda, con su celular en la mano y una
cartulina a sus pies. José Miguel Barberena
se acercó al micrófono, ubicado en el centro del pasillo central, de frente al
candidato. “¿Qué valores intenta promover si se presenta más como un producto
de la mercadotecnia que como un verdadero político?”. Ovación, de nuevo. Peña
Nieto frunce el ceño. La sonrisa se le endurece. Queda inómvil, de piernas
cruzadas, como en casi todo el ejercicio. Desestimó la pregunta de Barberena
con una respuesta breve. Se acercaba el fin. Las cartulinas se multiplicaban.
La mayoría le reclamaban que habla del ‘Caso
Atenco’, algunas exigían ‘no más feminicidios’. Algunos recortes de papel,
que simulaban el rostro de Salinas de Gortari, aparecían. Peña se reía. Les
pedía que los bajaran. “Ya los leí, gracias”.
‘Anomia’, según la RAE: “1. f. Ausencia de
ley. 2. f. Psicol. y Sociol. Conjunto de situaciones que derivan de la carencia
de normas sociales o de su degradación.” Peña Nieto, abogado, no supo qué
significaba, cuando un alumno le preguntó sobre el imperio de éstas en las
carreteras del país. ‘¿Las qué?’, reviró el ex-gobernador. ‘Las anomias’. Peña
se estiró, sin pararse la silla, y puso el oído más cerca al micrófono, como
para oir mejor. ‘Más claro, por favor’, suplicó Peña Nieto. Un grito surgió de
la nada: ‘¡Un tumbaburros!’. El alumno que preguntó regresó al micrófono, entre
risas tímidas del público. ‘Qué oso’, dijo mi vecina. ‘A ver, le explico…’,
retornó el alumno. Carcajadas. Un guardaespaldas del candidato, regordete,
fornido, y moreno, llama por su radio. Oculta sus labios detrás de él. Luego,
camina hacia la puerta principal. El resto de guardias permanecen en sus
lugares, custodiando los pasillos, la primera fila, y las escaleras para subir
al estrado.
Poco
sabíamos sobre lo que pasaba fuera. Imaginaba las sillas puestas fuera del
Auditorio ocupadas. Una guerra de voces, como en el interior, aunque con menos
control. No había a quien interrumpir. De cuando en cuando un grito homogéneo
lograba penetrar las paredes: ‘¡Fuera, fuera!’. Cada vez más fuerte. Más tarde supimos qué es lo que había
pasado durante la presentación de Peña Nieto, fuera del Auditorio. Que Carolina
Viggiano, diputada priista, miembro del equipo de Peña, y esposa del actual
gobernador de Coahuila, Rubén Moreira,
reñía obnubilada: “¿Para qué lo invitan, si lo van a insultar? Envalentonada a
cada reclamo, más tarde afirmó que los manifestantes no eran estudiantes, sino
‘operadores de López Obrador’. Que guardaespaldas del presidenciable encararon
a los jóvenes, y a algunos les quitaron algunas pancartas. Que los ‘ectivistas’
que no lograron entrar al Auditorio fueron coordinados por Viggiano para
contrarrestar las protestas; al colocarse delante de los ‘anti-peñistas’ y gritar:
¡Peña Presidente! Que Viggiano pedía que ‘alguien controlara a los jóvenes’.
Que hubo golpes. Que no los hubo. Insultos mútuos. ‘¡Jodidos!’ ‘¡Vendidos!’ Si
es que habían ‘acarreados’, ‘infiltrados’ y ‘operadores externos’, venían,
precisamente, en apoyo a Peña. Uno que otro simpatizante del PRD, que sostenía
pancartas con el logo del partido; eran estudiantes; ya los había visto en
algún lado, caminando en un día de clases normal. Que habían cientos más de
máscaras de Salinas, portadas por cientos de alumnos. Que algunas alumnas se
pintaron las manos de rojo, analogía de sangre, y embarraron sus cartulinas con
sus huellas. Que los ‘ectivistas’, en su mayoría no eran estudiantes de la
Ibero. Que un joven, que portaba una máscara de Salinas, fue empujado por
simpatizantes de Peña. Que las pancartas eran una misma: ‘Necesito un títere
para volver, Salinas’. ‘No queremos títeres’. ‘Todos somos Atenco’. ‘Yo sí
tengo memoria’. ‘El PRI no es México’…
Prometió
Peña hablar sobre Atenco, después de
que un par de alumnos le gritaron asesino mientras un estudiante caminaba hacia
el micrófono para formular su pregunta. No lo hizo. No hasta que la paciencia
se agotó para algunos, y el ‘tiempo’ al candidato, quien volteaba a ver su
reloj cada 5 minutos. Se levantó. Se despidió. Su equipo de seguridad subió
para acompañarlo. Y la guerra. La olla express estalló. ‘¡Atenco!’. Una voz. Dos voces. Tres voces. Decenas de voces. ‘¡No
te vayas, cobarde!’. ‘¡Asesino!’. Acorralado, sin chaces para huir; debía
‘cumplir su deuda’, Peña Nieto tomó el micrófono de mala gana. Lo golpeó para
cersiorarse de que aún continuara prendido. Y habló. “Fue una decisión que
asumo personalmente, para restablecer el orden y la paz. Lo hice en el uso
legítimo de la fuerza que corresponde al Estado”, y que si bien hubo problemas,
“los responsables fueron consignados ante el poder judicial”. La
respuesta no satisfizo a los inconformes. “¡Fuera,
fuera!”. Estruendoso. Las voces de los ‘ectivistas’ murieron
ahogadas. Eran la nada. Peña agachó la cabeza. Alzó mano la derecha. Se
despidió del techo. Y si se fue, literal, por la puerta de atrás.
Lo
esperaban varios alumnos y fotógrafos, a sabiendas de que salía por atrás,
justo fuera del piso 1 de la Biblioteca,
donde está ubicada una galería de arte; a tan sólo unos metros de la puerta 3.
Luego, todo fue muy confuso. Hay quienes dicen que atravesó la biblioteca y
salió hacia la explanada. Otros (medios) creen que burló a quienes lo esperaban
por donde había salido, y se escondió detrás de sus guardaespaldas, como
simulando que no estaba con ellos; que éstos caminaban sólos. Los que estuvimos
dentro del Auditorio salimos, apretujados. A pasitos diminutos avanzábamos,
detenidos por la multitud, inmensa, que había visto la conferencia afuera del
Auditorio. Ocupaban toda la pequeña explanada, y los pasillos adelaños. Un
puente que conecta el piso superior de un edificio con otro estaba también
repleto. Una locura. Vorágine. Se abrió paso el contingente de guardaespaldas,
entre el barullo, la multitud reclamante, los escupitajos verbales, los
cordones guindas que dibujaban un perímetro en torno a las puertas del
Auditorio. El ‘BUUUU’ nunca fue más
rotundo. “La Ibero no te quiere!’, gritó casi toda la Ibero. Por los pasillos
enladrillados replicaba el clamor. Temblaba. “Ojalá esto tenga repercusión en
los medios”, deseaba Jorge, quien caminaba junto a mí mientras salíamos del
Auditorio, esquivando postes y personas inmóviles.
Los ‘unos
cuantos’ que estaban en el Auditorio se convirtieron en unos tantos, cientos,
tal vez miles. De pronto, alguien advirtió que Peña había sorteado la multitud
que le repudió. Que había girado hacia la izquierda. Que caminaba hacia la
explanada. Que iba a la estación de radio,
Ibero 90.9, a cumplir con una entrevista previamente pactada. Que todo su
equipo de seguridad lo secundaba. La multitud corrió (corrimos) tras de él,
incluidos fotógrafos y camarógrafos, quienes se apostaron en el pasillo
paralelo hacia la explanada y grabaron la huída, el cordón de seguridad trazado
a su alrededor, y a la multitud exhuberante que caminaba tan rápido como él. A Peña Nieto lo seguía acompañando el
Rector de la Universidad. Los gritos recrudecían. “¡Sólo por las coladeras se
escapan las ratas!’. Y fue entonces cuando un grupo de estudiantes se subió a
las escalinatas que conducen hacia las oficinas de la Rectoría, colindantes con
la explanada central, sostuvieron una gran manta que decía: ‘Todos somos
Atenco’. Y desgañitaron tan fuerte como la garganta les soportara: ‘¡Asesino,
asesino!’; el ya clásico ‘¡Fuera, fuera!’ y ‘¡Se ve, se siente, Enrique
delincuente!’ Y sus brazos en colérico vaivén al cielo, como aventándole
proclamas de justicia, divina. Algunos estudiantes, que deambulaban distraídos
por aquellos lares, se quedaron viendo la manifestación. Tomaban fotos, como
varios reporteros, y uno que otro camarógrafo extraviado. Algunos se unieron,
como María, de Comunicación, quien
no había entrado a la conferencia, pero confesó su odio a Peña. “Tenía entrega.
Pero lo odio”. Un par de simpatizantes de Peña intentaron opacar la
manifestación, la más ruda y extrema de todas. Se pusieron de frente a los
manifestantes y agitaban sus carteles rojos de ‘ectivismo’. Pero su grito,
nuevamente, fue asfixiado. A los pocos minutos se rindieron, bajaron. Se
fueron. Seguía el follón. Aparecieron más mujeres, jóvenes, estudiantes, con
las manos pintadas de rojo, la cara salpicada de pintura, y playeras blancas,
roídas, pringadas del mismo color. Fueron estudiantes, con mochila colgando en la
espalda, y libros en su brazo, quienes alzaban el puño y unían su voz con la de
los demás. “¡Fuera!” ¡Fuera”. ¿Externos? ¿Sembrados? ¿Operadores? ¿Infiltrados?
Si así fue, entonces, venían muy bien ataviados para la ocasión. Con mochilas,
libros, y credenciales de la Ibero falsas, de seguro.
Corría
como pólvora encendida el rumor; “Peña estaba encerrado en un baño”. Me quedé
observando la protesta de la explanada, y no advertí la otra parte de la trama.
Cuando revisé mi celular, corrí hacia el edificio P, donde están ubicadas las
cabinas de transmisión de Ibero 90.9.
Una escalera de caracol que da de frente al estacionamiento de alumnos, muy
concurrida, pero no como esperé. Varios jóvenes caminaban hacia otros lados; el
estacionamiento o los pasillos del edificio de Diseño y Arquitectura. Algunos
se quedaron, platicaban mientras enrollaban sus cartulinas que tenían escritas
las mismas consignas de toda la tarde. Me acerqué a un par de jóvenes. Eran
alumnas de la Universidad. Les
pregunté si era cierto que Peña Nieto había estado encerrado en el baño.
Dijeron que sí. Un reportero no estuvo muy seguro de ello: “Pues lo vi que bajó
las escaleras, pasó por aquí, pero luego lo perdí de vista. Creo que ya se
fue”. Bajé al estacionamiento. Varios reporteros seguían haciendo su trabajo;
entrevistaban a los alumnos sobre lo que pasó minutos antes de la conferencia.
Sobre las mujeres externas a la Ibero que no podían entrar por la puerta 3, ni
salir del campus, hacia la calle; encerradas. Sobre los ‘acarreados’ de la puerta
10. Sobre un supuesto hombre, de traje oscuro y corbata gris, que merodeaba la
Universidad por la mañana, horas antes del evento, regalando dinero a los
estudiantes, a cambio de hacer preguntas ‘amables’ al candidato. Y entre el
desbarajuste y el caos informativo, las denostaciones regadas, la pólvora
esparcida, el fulgor rebosado, la fuente de la Ibero fue pintada de rojo. Un manantial de sangre, vigilada por el
recuerdo de Atenco.
Ocurrió,
según varios medios como Animal
Político, ADN Político, e Ibero 90.9, que Peña canceló de última hora su entrevista con la estación de
radio de la Universidad. Que preguntó si era ‘estricamente necesario’, y que
sus asesores le dijeron que no. Que bajó las escaleras del edificio P. Que se
detuvo en el segundo piso del mismo edificio para pasar al baño; que, sin
querer, iba a entrar al de mujeres y fue jalado por uno de sus guardaespaldas
tras advertir el equívoco. Que un contingente nutrido de alumnos lo vieron, lo
sitiaron, le bloquearon toda la salida posible, inundaron la escalera, de ‘pe a
pa’. Y le seguían gritando lo mismo. Que permaneció cinco minutos en el baño.
Que Peña se espantó. Que tenía la mirada desencajada. Los ojos tristes y
derrotados. La sonrisa fumigada. Que se veía más pequeño, aún. Y que “Atenco no
se olvida”.
Ocurrió
que, 50 segundos de operación le bastaron para salir de una vez por todas. Que
llamó al capitán del Estado Mayor Presidencial,
Gustavo Cuevas, para discutir cuál sería la estrategia para salir. Que la
maniobra evasiva fue exitosa; habían logrado burlar a los ‘turba’ que
bloqueaban la escalera, salió frente al Departamento de Arquitectura, giró a la
derecha, hacia la cafetería Capeltic, saludó a una estudiante: ‘Adios,
señorita’, le dijo, según; caminó unos cuantos metros, pasó de frente al Banco IXE, viró otra vez a la derecha,
y entró en un pasillo que bifurcaba: hacia una escalera que conducía a los
salones de clase, o directamente al estacionamiento de maestros. Eligió la
segunda opción. Aceleró el paso. Una ‘Jeep Liberty’ blindada le esperaba.
Entró, sin antes despedir mostrando el pulgar hacia arriba de los alumnos que
le seguían increpando, y algunos otros que no gritaban, pero veían desde las
ventanas de los salones adyacentes.
Más tarde los directivos priistas
empaparon sus plumas en veneno. Que las manifestaciones habían sido operadas por infiltrados de
Morena y AMLO, y que los jóvenes ‘revoltosos’ habían sido “entrenados”; sabrá
Dios por quién. Como si las ideas disidentes, opositoras, independientes,
fueran ‘sembradas’. Pervertidas. Plásticas. Inducidas. “Sino estás conmigo,
estás contra mí”. El pensamiento dualista rotundo y ramplón ya no sirve. Es
obsoleto. Vetusto. Primitivo. Autoritario. Digno
de quienes desconocen que discrepar no es intolerar. Pusilánimes. La Ibero
habló. El Rector defendió la libertad de
expresión, y la autenticidad de las muestras de repudio. Maquinadas por nadie,
más que por el hartazgo genuino, las ideas propias; marca simbólica
estudiantil. Por ello, es lamentable que hayan alumnos (compañeros con quienes
tomé clase), quienes tengan que permanecer, de momento, en el anonimato,
injuriados. Se debe saber lo que pasó, sin maquillajes, ni pena, ni mentiras,
ni ocultamientos. Así las cosas deben ser. Porque la verdad nos hará libres.
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